sábado, 1 de noviembre de 2008

Tibia lluvia

Al filo de las 11, en Xochimilco
Camino. Camino fuerte, rudo. Sólo para subir unos cuantos grados a mi cuerpo y, confieso que también para presentarme un poco más amenazador. Así tal vez pueda ser el victimario y no la víctima
Cuando aparezca álguien junto a mi, apretaré un puño y guardaré el otro en la bolsa del pantalón. Así camino, así soy el que domina en el piso, así puedo dejar un rastro de sospecha pero no de miedo. Nada que se traslade sobre el piso puede hacerme daño.
Paso largo, paso largo, cara arriba, ojos vivos, pasos largos; ojos a la derecha, izquierda; vuelta a la derecha; paso largo, largo.
La lluvia siempre es bienvenida pero las fechas la alejan. Ahora siento gotas tibias que tocan mis labios y empapan mi bufanda. Definitivamente, son lluvia, pero no de la que yo espero.
Sobre mi cabeza, en la esquina del puente, un hombre ebrio, contoneándose. Con su contoneo también lo hace su miembro –no lo veo, pero supongo–, y con su miembro, las gotas que me tienen harto y perplejo. Estoy empapado, pero como las trate de esquivar, esta lluvia sulfurosa me alcanza como consecuencia del contoneo.
Podría ser peor. Las gotas podrían ser piedras, la tibieza podría ser hervor, los orines podrían ser mierda.
La ira alcanza mi lengua, mi saliva se convierte en gasolina y mi aliento en fósforo. Pero al final, lo dejo pasar. Tal vez subir sea peor para mi.
Busco piedras, botellas de vidrio, lo que sea que la gravedad no lo haga bajar antes de tocar la nuca de mi molesta nube. Mi nube que se contonea y parece que intenta hacerme la noche más agradable.
Me quedaré aquí, en el piso, donde yo soy la amenaza. Me quedo aquí en la banqueta donde mis VanVien con casquillo de metal pueden quebrar una rodilla. Ya no puedo dar pasos largos porque espero un camión que me lleve hasta General Anaya. En vez de pasos doy bocanadas largas.
Mi nube baja, contoneándose, ahora vacía.
–Oye cuñao ¿me puedes decir que hora es, por favor?– Con el aliento hediondo y la ropa impregnada con el olor a excreciones secas y expuestas al sol. Su corteza es la misma, inconfundible: negra con los hombros blancos.
–Chinga tu madre. Primero me orinas y luego me preguntas la hora pendejo.
–No mira, yo no te oriné. Yo vengo de allá.– Y señala el otro extremo del puente, sobre el Tren Ligero.
–No digas pendejadas. Lárgate y pregúntale a otro. Y ponte a orinar junto al árbol idiota.
–No no... No mira.. No te pongas así.
Acerco mi cara, blandiendo la frente hacia su nariz. Él jala su llavero que tiene amarrado al cinturón con una cadena y de ésta, intenta torpemente sacar una navaja.
Dos pasos hacia atrás, las VanVien responden. Caigo en la avenida con la suerte de que no ha pasado un carro que me exprima los pulmones.
–Quítame tu pinche navaja de enfrente pendejo. Si me la acercas te mato. Yo te mato pinche teporocho. Te voy a partir tu madre.
-No no.. no... ahorita te traigooooo......
Y sube, corriendo, de nuevo al cielo, con el mismo contoneo con que dejó caer su tibia lluvia.

2 comentarios:

· dijo...

los orines pudieron ser mierda... el teporocho pudo ser un judicial...

Teniente Malasombra dijo...

por suerte estaba reteporocho y traía cara de juda, Buckowski.